domingo, 20 de enero de 2013

Capítulo 2



Madrid, 9 de Abril de 2012

Le despertó el presentimiento de haberse dormido. Esa sensación de que el sueño está siendo demasiado largo y placentero para ser real. Se incorporó dando un brinco para mirar el despertador. Sólo eran las seis de la mañana. Miró como Ángela dormía plácidamente. Sonrió al ver lo preciosa que le parecía a él, y lo ridícula que sería esa imagen para cualquier persona. Las marcas de las sábanas por su cara parecían arrugas de la edad. Su pelo rizado estaba tan despeinado que parecía un estropajo y tenía la boca tan abierta que se podía imaginar el charco de saliva que estaba mojando gran parte de su trozo de almohada.

Le encantaba la sensación de despertarse antes de tiempo y comprobar que todavía le quedaba una hora para dormir. Abrazó a Ángela por la cintura, hundió la cara en su pelo y cerró los ojos. Le gustaba como olía. Miles de imágenes pasaron por su cabeza y casi todas tenían que ver con el gran día que le esperaba. Después de meses sin trabajar, había conseguido una sustitución en la Universidad Complutense de Madrid para dar clases a estudiantes de periodismo. Estaba tan nervioso, que su cabeza no podía dejar de imaginar cómo serían sus alumnos y qué les diría para parecerles un profesor enrollado pero al mismo tiempo, mantener las clases llenas y con alumnos despiertos. Se preguntaba que debía hacer si era comparado con el profesor al que estaba sustituyendo.
Cuando se estaba durmiendo por fin, el molesto pitido de la alarma empezó a sonar. La apagó rápidamente para que su mujer no se despertara, puesto que aún disponía de una hora de confortable sueño. La envidió profundamente.

Tomó un café con una madalena, como cada mañana, se duchó y se vistió con unos tejanos, unos zapatos negros, una camisa lisa blanca, y se puso, cómo no, su vieja americana de la suerte. Mientras se la colocaba cuidadosamente, sonrió al recordar cómo aquella americana, había adquirido ese poder.

Alan era su mejor amigo. Habían ido juntos al parvulario, a la escuela, al instituto, al bachillerato, y a la universidad. Sus madres solían decir  que eran culo y mierda. Pero después de lo que pasó, empezaron a verse mucho menos. Se lamentó, como cada vez que pensaba en ello, por sentir que no había hecho por su mejor amigo, lo que estaba en su mano. Le vino a la mente cómo en dos meses, se cruzó con Alan seis veces, y las seis veces, llevaba puesta su americana azul marino. La primera vez fue en una de las calles más transitadas de Madrid. Eran las ocho de la mañana y la Gran Vía estaba a rebosar. Una mano le tocó el hombro y tuvo que parar en seco ignorando las quejas de los viandantes que pasaban a toda prisa, como si de una autopista de personas se tratara. Se giró y allí vio a Alan. El Jodido Gigante o Gulliver, como al resto de sus amigos y a él les gustaba llamarle, haciendo referencia a sus casi dos metros de altura;

-          ¡Bonita americana! Pareces un pez gordo. Lástima que sepa de qué pie cojeas – dijo sonriendo, como quien encuentra un viejo tesoro de gran valor sentimental.

-          A ti no puedo engañarte – Dijo él, aún sorprendido

-          ¿Cómo va todo?, ¿Ángela bien?, ¿Y la niña? – preguntó fingiendo interés.

-          Todos bien, ¿y tú?

-          Como siempre tío, como siempre – respondió con la mirada tan triste, que pensó que de un momento a otro se echaría a llorar- No me quejo. A ver si echamos unas birras y me pones al día.

-          Claro, eso está hecho- concluyó-  ¡Nos vemos Jodido Gigante!

-          ¡Nos vemos Giliputiense!- dijo alejándose- Y mándales besos a Ángela y Carol de mi parte.

Marcos recordó cómo se había sentido después de ese encuentro. Sintió que para su amigo nada había cambiado entre los dos, pero que un abismo les separaba y se sintió culpable de ello. Como si fuera él, el que no pudiese tratarle igual después de todo. Como si llevará tatuada en la frente su compasión por él.
Tuvieron otros cinco encuentros como ese, y en ninguno la conversación se prolongó mucho más. Pero el tercero fue especial. Rememoró mientras acababa de abotonarse la chaqueta, que ese día llegaba tarde al trabajo y bajaba por el Paseo de la Castellana a toda prisa, esquivando a molestas señoras con sus perros diminutos. Escuchó entonces la voz ronca de Alan que le pisaba los talones;

-          ¿Otra vez esa chaqueta? – dijo en tono burlón- Siempre has sido un hombre de costumbres, pero… ¡Joder! Tres de tres.

-          Siempre que te veo la llevo puesta. Vas a pensar que no me cambio- dijo mirándole con una cara entre molesto y divertido

-          Hay dos opciones; que piense que no te cambias, cosa que me divertiría profundamente- hizo haciendo una pausa para disfrutar de su cara de fastidio- o bien, bautizamos a tu chaqueta, la americana de la suerte- concluyó satisfecho

-          ¿De la suerte o de la desgracia?- dijo Marcos riendo

-          Digamos de tu suerte y de mi desgracia, ¿Te parece? – Dijo mientras le daba unas palmaditas en la espalda.

-          ¿Es que no te cansas de meterte siempre conmigo? – Añadió él fingiendo resentimiento, aunque realmente se lo estaba pasando genial- Gulli, tengo prisa. Llego tarde. Tenemos que vernos, en serio.

-          Ya sabes qué tienes que ponerte. Besa a tus dos mujeres de mi parte- concluyó.

Recordó ese encuentro como algo especial, porque por una vez en mucho tiempo, había sido capaz de hablar con él sin sentir lástima y porque desde aquel momento, esa americana le acompañó en todos los días importantes de su vida. Como si al llevar la chaqueta, él le acompañara de algún modo. Del último encuentro, que se desarrolló de forma similar, habían pasado ya cuatro años, en los que no había vuelto a saber nada de él. Deseó encontrárselo durante el día y dejar de dar largas para verse. Se vio preparado para poner fecha y hora y tomarse, por fin, unas cervezas con su mejor amigo, dejándose la compasión en casa. Se sorprendió embobado con el espejo y la ansiedad por su primer día de trabajo en la universidad, volvió a aparecer.

Se dirigió a la habitación de Carol y la contempló unos instantes. Pensó que ya tenía cuatro años y que Alan no la reconocería cuando la viese, ya que la última vez, fue en la boda de Tais y Fer y era todavía un bebé. La besó en la frente y repitió el mismo ritual con su mujer, que se sobresaltó y le acarició la mano;

-          Suerte, mi amor- murmuró con los ojos aún cerrados.

-          No la necesito- dijo él para sentir más seguridad en sí mismo- Te quiero

-          Yo más- susurró Ángela, volviéndose a quedar dormida casi al instante.

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